miércoles, 12 de mayo de 2010

El hombre que miraba a los ojos de las cabras.

El despoblado valle burgalés de Manzanedo revive gracias a una explotación de cabras alpinas francesas para queso ecológico. Y se convierte en el único habitado sólo por colombianos .

Ocurrió en la finca que explotaba en Lerma. Una paisana vio al ingeniero agrícola Alfonso Pérez-Andújar doblar su alta figura para beber un sorbo de agua del manantial.

-¿Qué pasa?

-No puede ser.

«Entonces dirigía una explotación ganadera enorme», recuerda Pérez-Andújar.

«Producíamos carne de vaca y de cerdo y regábamos los campos con sus purines los 365 días del año. Teníamos todos los permisos, pero el papel no sabe lo que es la Naturaleza. Trabajaba en un macroproyecto magnífico. Pero era una aberración. Ganaba dinero, cumplía las normas... y, sin embargo, aquello era una verdadera locura».

Hace quince años que Alfonso Pérez-Andújar, un dandy rural que calza zapatos franceses y usa anchos tirantes 'Cabelas' y gorra de basket, se cayó del caballo y descubrió la luz. Dijo adiós a los fitosanitarios, abonos y pesticidas, y, gracias a los conocimientos y a las ganancias de su pasado, compró 850 hectáreas en el fin del mundo. El valle se llama Manzanedo y se encuentra a diez kilómetros de Villarcayo, en Burgos.

«Es una locura, un terreno montañoso y agreste, la antítesis de lo que buscaría un ingeniero agrícola para ganar dinero. Pero aquí la Naturaleza es salvaje y virgen», susurra con una admiración que no disimula.

Dispuesto a no repetir la experiencia depredadora de sus años de juventud se ha decidido por criar cabras, un animal muy delicado y no muy del gusto de los industriales por sus aprensiones y gustos exquisitos, para producir queso ecológico. 'Santa Gadea' es aún un millar de raras y caras cabras alpinas francesas que crecen y se reproducen en galpones de madera y que pastan en las campas cercanas a la explotación.

A su cuidado se entregan siete peones colombianos, llegados para trabajar y repoblar con sus familias el abandonado Rioseco. Hoy conforman un lugar único en España, un auténtico pueblo 'paisa' con trece vecinos y cuatro casas abiertas. Montaña arriba, en San Martín del Rojo, vivía un pastor de ovejas, Manuel, que fumaba caldo de gallina y caminaba hasta la carretera tres veces por semana para cargar con pan para él y sus perros. Manuel, el último habitante del valle, murió hace un año. Alfonso, en un ejercicio de redención, ha plantado también 600 hectáreas con árboles autóctonos: quejigos (robles), chaparros (encinas), hayas... «La variedad vegetal del valle es espectacular», se extasia mientras señala las sabinas, los acebos, los endrinos de todos los colores, las aliagas y la madreselva, los tilos, tejos y espinos que pueblan las laderas. Una pareja de águilas sobrevuela el paraje. Después veremos dos corzos, los príncipes del bosque, ramoneando los tiernos brotes de la finca.

«¿Ven? El equilibrio natural es asombroso. Pero el hombre ha destrozado la Tierra. Yo me niego a seguir haciéndolo. No podemos seguir tratando a la Naturaleza como algo que nos conviene. Cuando era niño iba a pescar a cualquier río de España y había ranas, cangrejos, mariposas... ¿Qué vamos a dejar a nuestros hijos?», argumenta.

Ahora Alfonso está en lo verde. Y se entrega al mundo alternativo con pasión y conocimiento. Ha puesto su experiencia al servicio de una explotación modélica, que aprovecha los últimos adelantos y servicios de la ganadería, esta vez con marchamo ecológico, al servicio de las cabras.

Mil cabras, cero aroma

Cuando el forastero entra en los enormes pabellones donde viven cientos de cabras y cabritillos se extraña. Hummmm. Aquí no huele a chotuno. Sólo un leve aroma a heno se eleva de entre las reses. El secreto lo tiene un japonés: El doctor Terugo Higa es el descubridor del papel que juegan determinadas bacterias (las responsables, por cierto, de algunas nobles fermentaciones y podredumbres) en el medio natural.

Alfonso nos introduce en el complejo mundo de las explotaciones caprinas, de cómo los animales tienen su primer parto con 15 meses de vida y de que, una vez paridas, dan leche durante siete meses. «La producción óptima de un ejemplar adulto son tres litros diarios», apunta. La idea es producir 800.000 litros para hacer un queso único y con garantías para ser exportado a Estados Unidos «donde el 20% de todo lo que se consume es ecológico». «La leche de cabra es la más parecida a la materna, su grasa es la que mejor sienta a nuestro estómago», instruye. Habrá, asegura, dos tipos de queso 'Santa Gadea': uno, tipo Camembert (de pasta blanda y cremoso) y, otro, estilo Crottin, algo más curado. En total, unos 100.000 kilos por año.

La tarea del pastoreo y ordeño de las cabras, de la plantación del arbolado y del cuidado de la finca corresponde a la cuadrilla de peones. Gabriel Ángel Restrepo (62 años) y su esposa Orfilia Giraldo (55), son los mayores. Gabriel recorre la finca muy orgulloso con el gigantesco machete 'Bellota' aferrado a la cintura en su funda con los colores de la bandera. «Nos gusta el sistema de trabajo, la tranquilidad y el estar muy aparte de ese entorno de ciudad con tanto bullicio.

Yo nací en un ambiente rural, después de que me hice persona estuve en mitad de la gente y ahora vuelvo al campo», dice el padre de Elkin, el rubicundo capataz. «Don Alfonso nos deja trabajar; no está encima de las personas: nos da pautas. Es siempre mejor trabajar en un ambiente limpio, que rodeados de suciedad», constata. Elkin, natural de Cali, tiene dos chiquillas: Denise estudia en el 'Princesa de España' de Villarcayo. La pequeña Mahena (dos años) está al cuidado de la abuela.

Los peones cobran unos 900 euros al mes y trabajan seis días a la semana, en un sistema de libranzas que permita el cuidado diario de las cabras. A esas tareas se aplican Arnulfo de Jesús Restrepo (de 58 años, casado con Dora Muñoz de 44, que cuida la casa del patrón y es madre de Sorelli), Albeiro Buitrago (23), Harrison Rozo (29), Rened Cárdenas y Ángel Gélvez, casado con Nancy, que viven en Villarcayo. El grupo lo completan Blanca y Lina Gómez, la secretaria.

«Voy sobre dos años y poquito por acá», dice con su suave acento Arnulfo de Jesús, de Amagá, en el departamento de Antioquia. «Y aquí me ve 'dedicao' a las cabras. Me gusta, sí señor. El trabajo del campo es bueno. Llegamos aquí como ganaderos ¿no es cierto? ¿Lo que me extraña?... Pues el clima. En Colombia, en verdad, son siempre 30 grados. En Burgos hemos visto nevar por primera vez en la vida. ¡Qué frío!», se sonríe.

Son gentes alegres y dóciles que suspiran por la comida paisa, el sancocho de gallina, los frijoles y las arepas, que combaten el tedio con la televisión por satélite y las canciones de Leo Dan, Pipe Bueno y Los Pasteles Verdes, pura música de despecho. «Aquí cuesta dormir, se sienta una a comer sola, a dormir sola, nadie pregunta por una... y los niños me lloran por teléfono», se duele Blanca Lucía Buitrago (34), madre de seis hijitos de quienes se despidió «echándoles la bendición» mientras dormían. «La diversión aquí queda muy lejos. Mi vida es ahorrar y ahorrar para irme rápido», dice.

Los hombres escaparon también de las obligaciones del servicio militar en mitad de la selva y frente a las FARC. Las imprevisibles y meonas cabras son, no es cierto, otra cosa. Aunque estén en mitad de ninguna parte.


J.Méndez/eldiariomontanes.es

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